¡Bueeenas!... ¿Cómo están todos?
El domingo a la noche, todo Tuya estaba silencioso; después del desbarajuste de
la tarde quedamos, la mayoría, descuajeringados a cachetazos. Marianita se armó
el catre de campaña en el comedor y le cedió la cama a la tía Loly; mi hija
estuvo irreconociblemente atenta con la tía. Me pidió un juego de sábanas
“serias” y sacó las suyas que tienen figuras de rockeros punk, para que la tía
no se flashee con tanta estridencia. Esa noche recuperé a mi guerrero en los
aposentos, intentábamos dar rienda suelta a todo nuestro amor, pero nos dolía
todo el cuerpo y en lugar de ¡arrullarnos!... era ¡auch!, ¡uhhh!; parecía un
himno doliente, así que optamos por untarnos con átomo desinflamante y apagamos
la luz intentando dormir; el olor a alcanfor que saturaba el aire y la ropa de
cama, ¡volteaba!
El lunes me levanté tipo ocho y después de bañarme fui a la cocina. Marianita
se había ido al cole y los otros chicos, a trabajar. Otra vez encontré a la tía
Loly tomando mates con Raúl; ¡la verdad es que me encanta esa idea de familia!
Sinceramente, cuando me jugué y me traje a la tía de Buenos Aires sin consultar,
confieso que tuve miedo de que todo resultara mal, pero ahora que veo que tanto
mis hijos como mi marido se integraron de golpe, me puedo distender y
disfrutar. Me preparé un café con leche y después de darles un beso a ambos, me
ubiqué en la mesa. Raúl me preguntó si iba al hogar de ancianos y de ir, qué
pensaba llevar. Le contesté que no podía defraudarlos, a pesar de que hubiese
preferido quedarme en casa y que no sabía qué llevarles. En ese momento llamó
Frida, para decirme que no se me ocurriese preparar nada para los abuelos,
porque habían donado facturas como para una semana. “¿Quién?”, pregunté. “No
importa”, me contestó.
Le pregunté a Raúl cuándo salía para Buenos Aires a entregar la carga y me dijo
que a la tardecita, porque Gonzalito tenía que ir a la Capital, a comprar
repuestos de autos para Ringo Walter. La tía me dijo que saliera tranquila, que
ella cocinaba y que ya había quedado con Flor que pasaría por la carnicería,
para verla trabajar y cebarle mates y de paso, se traería la carne para las
milanesas.
Salí de casa contenta porque a pesar de que no había hecho tiempo para amasar
algo, la Providencia había surtido a los viejitos con pilas de masas; sin
embargo, algo me molestaba en las manos: ¡estaban vacías! Volví corriendo a
casa, porque me acordé que la semana pasada hice dos kilos de bombones, para
regalarle a Condorito Reel y Pepa Duarte (que son amigos de siempre) en su
aniversario de casados. Él trabaja en una herrería; con Pepa tienen siete
hijos, el mayor de 15 años. Había dejado guardados los bombones en un tupper en
el bahiut del comedor.
Cuando entré, la tía Loly estaba hablando por teléfono (está arriba del
mueble); me miró seria y quise irme para darle privacidad, pero con un gesto de
su mano me invitó a quedarme. Oí que hablaba con la gente del geriátrico y el
corazón se me estrujó de golpe; pensé que ella los había llamado para decirles
que extrañaba y que quería volver para allá. La tía se despidió de quien estaba
del otro lado de la línea y me sonrió. Me aflojé un poco, pero no mucho, porque
me pidió que me sentase un minuto para escucharla. Ella se sentó enfrente y me
dijo que si no me importaba, pensaba irse por un par de días a Buenos Aires,
que ya había hablado con Raúl y él estaba dispuesto a llevarla. Agregó que
recién había llamado a la gente del geriátrico para agradecer que le hubiesen
dado el teléfono de Tuya a su abogado. “¿Abogado?”, le pregunté con el corazón
a todo galope. “Sí, Fía, el abogado que siempre contrato y que me hace de
puente con el escribano y el contador”. “¿Todo eso necesitás para manejar dos
jubilaciones, tía?”. Ella se rió, ¡la muy pícara! No sé qué me esconde, pero no
quiero invadirla con preguntas que le puedan parecer chocantes; solo quiero que
ella haga lo que tenga que hacer y vuelva, ya me hice a la idea de su presencia
en mi casa y en mi vida; somos humildes pero lo poco o mucho que tengamos es para
compartir y desde el corazón. Le dije: “Tía, no te quedes más de lo necesario
que te voy a extrañar; no entiendo cómo hasta hace poquito ni me acordaba de
vos y ahora no quiero perderte”. “Tu mente no se acordaba de mí, Fiancita, pero
tu corazón jamás me olvidó, como el mío tampoco a vos. ¡Quedate tranquila que
me voy a cuidar!”, me prometió. También me dijo que se sentía joven de
espíritu, fuerte, con deseos de vivir y que si había optado por un geriátrico,
había sido para no morirse sola algún día, aunque reconoció que empezó a
hacerlo cuando comenzó su vida en aquel lugar, que parecía un refugio para
hacer tiempo hasta que llegara la hora, nada más. Me paré y la abracé con mucho
amor, mientras ella me acariciaba la espalda como cuando era chica.
Agarré el tupper con los bombones y salí volando para lo de Frida Puelza. Al
llegar, todos los viejitos (suman más de treinta) estaban probándose pantuflas;
en la cocina estaba Nemesio Cárdenas que tiene 69 años y es dueño de la
zapatería del pueblo; Nemesio se hace el pendex y no representa la edad que
tiene, es medio chiquilín pero tiene un corazón de oro; hace treinta años que
anda de novio con Mariquita Oyarán, que todavía usa ruleros con un pañuelo
arriba y va a hacer los mandados en chancletas, pero pintarrajeada y con los
oros puestos. No le estoy sacando el cuero, acá cada uno trata de ser feliz
como puede y nadie se mete con boludeces como la apariencia, siempre y cuando
no ofendan el sentido común; se las describo para que vayan haciéndose una
idea, nada más. Nemesio y Mariquita eran muy amigos de mi vieja. La cuestión
fue que donaron un montón de pantuflitas de paño para los abuelos y eso merece
un diez. Ni bien escuchó el alboroto que hicieron los viejitos al verme,
Nemesio se asomó y con un mate en la mano, me dijo: “¡Vení Ciriaca!, ¡cursienta
y flaca!” (era un dicho que me aplicaba de chica porque era esmirriada, y que
me hacía rabiar). Me acerqué y compartimos sus amargos; ¡puaj!, le había puesto
una hojita de ruda, dice que le hace bien para los intestinos, ¡está del
tomate!... jaja
Cuando Nemesio se fue, llevándose todo el calzado sobrante, puse los bombones
en una bandejita medio cachada que encontré y la fui pasando para convidarles.
¡Son como chicos, se servían de a manos llenas! Me tocan el alma sus miradas…
Pienso que tengo que ver cómo hacer para que entre todos ayudemos a renovar la
vajilla del hogar. ¡No sé!, ¡comprarles algo alegre, moderno y tirar al diablo
estos cacharros deslucidos y viejos! ¡Algo se me va a ocurrir!
En casa no tenemos mucha vajilla, lo justo y necesario; no es por miserables
porque mi amor siempre me quiere comprar más juegos para el día de la madre,
pero no quiero. Mucha gente tiene pilas de platos, fuentes y copas y quedan
guardadas en un armario porque no los usan jamás. Entonces, ¿qué sentido le ven
a tener todo eso? ¿Para juntar polvo? Si tienen y disfrutan aun a riesgo de que
se rompan, ahí sí tiene más color.
Cuando Frida y sus ayudantes repartieron facturas y mate cocido con leche entre
los abuelos, me ofrecieron y les dije que no. Estaba en una disyuntiva: Si
aceptaba comer y tomar, me parecía que les sacaba un bocado a ellos; si no
aceptaba parecía no estar compartiendo, sino haciendo caridad, y la palabra
nomás, me espanta. Al final fui a la cocina y me serví un poquito en un jarrito
y me traje una factura. Fue curioso, pero juraría que cambió la energía en el
entorno; fue como si en lugar de que los abuelos estuviesen llenando sus
pancitas, lo que hacían era acompañar con facturas a una fiesta del corazón.
Pero igual, esa cosa de compartir la comida cuando voy a visitarlos, me cuesta.
Los abuelos consumen pocos remedios, están sanos y se alimentan bien; acá
tienen una vida bastante corriente y están “despejaditos”, alertas, no como
otros que he visto que parecen alienados y seguro que por tranquilizantes, otra
cosa no se me ocurre; tal vez por la desidia ajena, no sé.
Estoy notando que en la actualidad, en otras partes, la gente toma demasiados
medicamentos psicofármacos. El médico que tenemos en Tuya (Silvio Andreoli, de
47 años), es nieto de una ya fallecida curandera que vivía retirada del pueblo.
Curaba el empacho poniendo a la persona boca abajo para tirarle “el cuerito”
(la piel) sobre cada vértebra, después dada vuelta, le untaba la panza con
grasa de cerdo, colocaba encima una hoja grandota de repollo y luego la vendaba
para que el emplaste no se cayera. Había que cambiarlo una vez al día y usarlo
durante tres, que eran las veces que le tiraba “el cuerito” antes de la caída
del sol. Después el empachado tenía que tomar cirulaxia (purgante) y ¡santo
remedio! La Oma, que así era llamada esa señora, curaba de un mal esfuerzo
físico con ventosas. Hacía que la persona se pusiera de espaldas en la mesa de
su cocina (una mesa inmensa de madera) y tomaba un pedacito de miga de pan
oreado y ahí clavaba un fósforo, luego lo encendía y ponía todo sobre el
ombligo de la persona y arriba le asentaba la ventosa; el fósforo se apagaba y
se veía a través del vidrio cómo se inflaba la zona. Después sacaba la ventosa,
quitaba el trozo de pan y untaba la panza con aceite de oliva, macerado en ajo
y romero, y ¡listo! Si el dolor era en la espalda o cintura, ponía la ventosa
allí. Curaba a la persona que le había “agarrado un aire”, pasándole una
barrita de azufre hasta que ésta se partía y el paciente se sentía aliviado.
Curaba el mal de ojo poniendo la mano sobre la cabeza del ojeado y ella
empezaba a bostezar y bostezar y mientras, no paraba de lagrimear. Si alguien tenía
parásitos, ella recetaba semillas de zapallo. Como anticonceptivo, pipetas de
goma con agua y vinagre. Para la insolación usaba una toalla roja, doblada
varias veces sobre la cabeza del insolado, arriba le colocaba un plato hondo,
un vaso boca abajo y agregaba agua; al ratito el líquido bullía y cuando se
metía en el vaso, ya estaba curado, aunque esta operación se repetía tres
veces. Una vez, vi que a una persona le había salido un forúnculo tremendo en
el dedo grande y la Oma se lo curó con miga de pan y leche tibia; después le
hizo lavar el pie con espadol. Usaba yuyos para todo; incluso tenía un mortero
y preparaba ungüentos. En su jardín no faltaba el aloe ni el bálsamo; hacía un
jarabe natural quemando azúcar, luego le incorporaba hojas de eucaliptus
medicinal y terminaba agregando jugo de naranja colado; dejaba hervir unos
minutitos y envasaba; para los adultos le agregaba alcohol fino, pero los
chicos lo tomábamos sin.
Silvio fue compañero mío de colegio; de chico era un zapallo, ¡burro, burro!
Ahora, de grande, es una luz. Ejerce la medicina tradicional, pero como digno
nieto de la Oma y como acá somos todos de confianza, nos dice que podemos tomar
medicamentos de laboratorio o hacer tal o cual cosa natural para solucionar el
problema. Nosotros tenemos desconfianza de toda la porquería que te dan como
remedio y que el cuerpo tiene que andar procesando; no digo que no sean
necesarios, pero me gustaría tener la bola de cristal y saber cuándo nos dan
cualquier cosa y cuándo es realmente algo bueno. ¿Vieron que a veces sale un
medicamento y todos los médicos lo recetan, y después, al tiempo, dicen que es
malo por tal o cual componente? ¡Una no sabe qué pensar, porque para cuando te
enterás, ya te consumiste esa sustancia un montón de tiempo! ¡Somos como
conejitos de india!, ¿no? Me contó una amiga que estuvo en África (un país que
llevo en el corazón) de voluntaria, que a los negritos los usan para probar
nuevas drogas de medicamentos y que los grandes laboratorios, para no pagar
algunos impuestos, mandan camionadas de “remedios” para allá, súper vencidos.
Si es cierto, ¡son un espanto los laboratorios que hacen eso! Espero que sea un
divague de mi amiga.
Bueno, no quiero seguir colgada de la palmera como siempre, así que para redondear,
dejo claro que Silvio es un médico que aprendió mucho de su abuela y que se
merece un diez, no sólo por eso, sino porque es cero frialdad; muchas veces a
los médicos en la facultad les enseñan a ser fríos. Los hijos de Gema Trum (¿se
acuerdan que les conté que se recibieron de enfermeros y se fueron a Brasil?)
estaban estudiando medicina, pero en tercer año dejaron porque algo que les
explicaron en la facu, les hizo ver que la relación entre un enfermero y los
pacientes, es más humanizada y en definitiva, es quien con todo su esfuerzo, se
ocupa permanentemente de los enfermos. No es que no sean necesarios los
médicos, al contrario; lo que ellos pensaron fue que la relación que tendrían
con las personas sería más cálida siendo enfermeros, que médicos. Al principio,
las cuñadas de Gema, que viven en España (quedaron viudas y son unas estiradas
tujes con arandela, que se olvidan que nacieron en Tuya), se horrorizaron por
el cambio de profesión que eligieron los mellizos (Andrés y Bertoldo); ellas
les mandaban dinero, pero de rabia porque “bajaron de nivel”, dejaron de
ayudarles. Gema lloraba, pero todo su pueblo la ayudó para que los chicos
estudiaran; ella es modista, así que le dábamos todas las costuras y ganaba
bien; la pobre se quedó viuda joven. Les cuento que el marido era el
sepulturero de Tuya y acá hay familias que tienen “casitas” en el cementerio,
donde ponen a todos sus muertos; un día contrataron a Evaristo (así se llamaba)
para refaccionar esas “casitas” que estaban en ruinas (con las paredes rajadas
por donde salían yuyos), ¡re-tétrico todo! Y él, para ganarse un peso más,
aceptó y contrató dos ayudantes. Como tenían mucho trabajo, no volvían a sus
casas a comer; uno de los empleados de Evaristo era el encargado de asar unos
churrascos para el mediodía y el muy torpe (que en paz descanse), no tuvo mejor
idea que hacer fueguito con maderas de restos de cajones, que habían sido de
cadáveres que luego fueron incinerados. Parece que las maderas estaban
impregnadas de inmundicia y a los pocos días se llenaron de granos como pelotas
y se murieron los tres. ¡Ya me fui por las ramas otra vez!
Sigo con mi media jornada en el asilo. A los viejitos (mujeres y hombres), les
gustan los cuentos picarescos (¡no verdes, eh!). ¡Qué sé yo!, por ejemplo con
doble sentido, pero ni uno que sea zafado. Les conté un par y lloraban de risa;
medio que hay que saber lidiar con ellos, porque pasan enseguida de una broma
livianita a un cuento chancho. Conmigo ya saben cómo es la cosa, así que se
cuidan; pasó una vez y nunca más. Anselmo, el viejito más pícaro y que en su
juventud fue un picaflor (¡le gustaban todas!), se sale de la vaina por
decir cosas subidas de tono cuando hacemos cuentos, pero yo lo freno, si no
después Frida me levanta en peso, porque manosea a las empleadas. Cuando ya me
tenía que volver a casa, para aplacar un poco las energías pasionales de los
más “cebados”, les conté el cuento de “El fantasma de la Ópera”, que ellos no
conocían y a mí me encantó cuando Flor lo leyó en tercer año y me lo hizo
conocer:
“Hace muchos, muchos años, en París, vivía un hombre llamado Erick, que estaba
condenado a la soledad, porque tenía una horrible deformidad física. Era un
amante de la música y vivía oculto en las sombras de las alcantarillas, que
pasaban bajo un enorme teatro llamado Ópera. Allí, él se sentía seguro; nadie
podía descubrirlo y podía crear su música en libertad; de haber salido a la
calle, la gente lo hubiese rechazado por su deformidad. Erick era brillante y
muy sensible; la única persona que lo había amado a pesar de su condición
física, había sido su madre, quien murió cuando él era niño.
Los trabajadores del teatro comenzaron a correr la voz, de que en la Ópera
había un fantasma, que tenía acostumbrado deslizarse por los pasillos oscuros,
oculto tras una máscara y luego desaparecía como si se evaporase en el aire.
Lo único que inquietaba el mundo solitario de Erick, era la aparición de
cantantes de ópera que eran mediocres y se creían los mejores de la música. Un
día, llegó a la Ópera una joven y hermosa cantante de la cual, Erick se enamoró
y llegó a amarla con toda la fuerza de su corazón. A partir de entonces, impuso
en forma anónima a los directores del teatro, la condición de que fuese solo su
amada, quien interpretase las obras como cantante lírica principal. La chica se
llamaba Cristina (cuando llegué a esta parte, hicieron alboroto y casi me
cambian el rumbo del cuento; tuve que cambiar el nombre y decir que se llamaba
Cecilia). Cuando Cecilia descubrió a su benefactor se llenó de asco y rechazo y
tuvo miedo por su propia vida. El fantasma la secuestró y cuando la estaba
llevando a su mundo subterráneo, ella se desmayó. Erick pretendía que ella
viese y sintiese cuánto la amaba, pero Cristina”, "¡Cecilia!", me
chillaron todos. “Bueno”, dije, “cuando Cecilia despierta, ve que está en el
lujoso refugio en que vive Erick y pide irse; lo rechaza, diciéndole que ella
ama a otro hombre (un aristócrata medio pelotudo y aburrido) y al final el
fantasma la deja irse y él se muere solo, cuando se incendia el teatro”.
“Bueno”, les dije, “esta historia la escribió un hombre creo que en 1925, que
se llamaba Gastón Leroux (de eso me acuerdo)”.
Después de un cuento de esta naturaleza, alguno o varios de los abuelos, hacen
su sabia evaluación. Ésto dijo don Ernesto, que es de carácter callado y
sombrío: “Lo más importante de una persona es su corazón, la bondad y su amor.
Los seres humanos somos crueles; a veces una persona con un defecto físico se
vuelve mala, porque nosotros no la aceptamos, la rechazamos, la menospreciamos
y nos burlamos de ella; después, cuando nos devuelve el golpe, decimos: ¡mirá
vos, rengo y jodido! (por ejemplo)”.
La verdad es que es un lujo escuchar a estos viejos queridos. ¡Tengo la suerte
de aprender de ellos y el carácter suficiente para mantenerlos a raya con amor,
porque a veces les sale el niño interior y arman alboroto! Los dejé en pleno
debate, si Cecilia fue mala o buena y conjeturas varias. Me despedí de Frida y
de las chicas que cuidan a los abuelos y puse proa a casa, con un sol
espectacular orillando el cenit.
Almorzamos milanesas con puré y de postre arroz con leche con
canela, menos Marianita, que se comió una banana y opina que el arroz con leche
es una porquería. ¡Hay que tener paciencia con los jóvenes! Ella, gracias a
Dios, nunca pasó hambre, pero siempre le inculco que las cosas que a ella no le
gustan porque puede elegir, otros chicos se las comerían hasta lamer el plato.
Mi hija me pregunta, rebelde, si acaso ella tiene la culpa o la responsabilidad
del hambre en el mundo y yo le contesto que no.
Cuando terminamos de comer, Raúl se fue a cargar combustible y a revisar la
presión de las gomas del camión, Flor salió para lo de Lucho, a combinar qué
comían esa noche en la peña y Marianita se puso en el Face. La tía y yo nos
quedamos unos minutos de sobremesa, tomando un jarro de té de cedrón, con
bombilla. Ella me comentó que al volver de la carnicería, pasó frente a la casa
de dos pisos que está en la cortada (sobre una loma y a dos cuadras de casa);
me preguntó qué pasaba con esa vivienda que estaba cerrada. Le conté que la edificó
a todo lujo, un matrimonio que después se fue a vivir a Misiones y construyó un
hotel allí. No alcanzaron a habitarla y ahora la venden. “¿Y por qué no tiene
cartel?”, quiso saber Loly. Le dije que no hacía falta porque en el pueblo
todos sabemos que se vende, incluso cuánto piden. Acá nadie tiene el dinero
para comprarla y de afuera no han venido, salvo el tarambana ese que se hace el
misterioso y se compró la casa de los cerros; vino a ver ésta primero, pero
como nos vio a todos chismeando en la calle, no le gustó y eligió la más
retirada. La casa de la loma les juro que es preciosa y se debe ver todo Tuya
desde las terrazas que tiene, ¡pero vale una fortuna! “¿Y quién la tiene a la
venta?”, preguntó Loly; le dije que el hermano de la mujer, que es el que
arregla los caminos, Florio Guzmán, que es viudo y vive solo como un viejo
huraño, del otro lado del arroyo Jacinto. “¿Y vos que pensás de esa casa,
Fía?”, preguntó Loly. Le di mi opinión, diciéndole que la consideraba hermosa,
que entre todos la cuidamos porque es como poder observar el sueño de la
mayoría, saludándote cada mañana desde la loma. Le aclaré a la tía Loly que
igual yo estoy re-chocha con mi casita; la construimos de a poco con Raúl,
mientras íbamos queriéndonos y haciendo hijos. Agregué que lo único que me está
torturando ahora, es la necesidad de otra pieza y un baño propio para ella; de
todas formas, no me desanimo porque hablé con Fany Orchueta, psicóloga y amiga,
además de ex compañera de primaria y secundaria y le pregunté si no necesitaba
una secretaria; me dijo que si bien hasta ahora se había arreglado sola,
estaría bueno tener a alguien que le ordenase el consultorio, las fichas y
atendiese el teléfono. El jueves pasaré por allí y combinaremos. ¡Sí, entre
todos los de la casa, menos Marianita, aportaremos para levantar los aposentos
de la tía!
Limpié rapidito la cocina y cuando llegó Raúl, nos bañamos juntos y nos fuimos
a dormir una siestita… ¡Bue!... ¡Piensen lo que gusten!... jaja ¡No les puedo
contar todo! Lo único que les deslizo de forma confidencial, es que Raúl quedó
hecho un potro y yo un jamelgo. ¡Le tenía unas ganas! Creo que me pasé de rosca
con la efusividad. ¡No saben lo fuerte que está Raúl! ¿Será que lo veo con los
ojos del amor?
Bueno, a eso de las cinco, él, la tía Loly y Gonzalito, estaban a punto nieve
para irse de viaje. Yo, ¡con el corazón entre las manos! ¡Se me iban los tres
juntos! Raúl dijo que descargaba en el puerto y volvía a cargar para transportar
a La Plata, la tía Loly dijo que en dos días estaba lista y Gonzalito calculó,
que lo de él era cuestión de horas nomás, pero que sería bueno que los tres
regresaran juntos. Me quedé más tranquila, pero igual medio apichonada. Los
cargué de besos y recomendaciones y los vi partir desde la calle, hasta que se
perdieron en medio de la polvareda. Me puse a ordenar un par de cosas en la
casa y me percaté que no habíamos tenido tiempo de desempacar las cosas de la
tía Loly; angustiada subí sus bultos y bolsitos, más dos cajas, sobre una mesa
petisa que hay en el cuarto; incluso por precaución, ya que si bien mi perro es
un santo, tiende a volverse mal arriado con la gente extraña y podría levantar
la pata sobre las pertenencias de la tía.
Ya estaba oscureciendo cuando fui al cordel a entrar la ropa y oí al perro
ladrar como un condenado; me pareció raro porque él ladra a veces para
acompañar otros ladridos que llegan distantes, o ladra de puro vicio nomás,
pero en aquel momento toreaba mal, muy mal; parecía que quería atropellar a
alguien. Intrigada, tiré la ropa sobre la mesa, reflexionando en que conoce a
todos los de Tuya y no les ladra; pensé que seguramente sería un extraño. Me
aparecí por el costado y casi me infarto cuando veo que mi bestia canina,
cachuza y desproporcionada, se le abalanzaba dando tarascones, a un morocho
medio gordito que le tiraba patadas con cara de desesperación; yo le gritaba a
mi perro y lo llamaba por su nombre, con enojo en la voz para que me
obedeciera, pero no hubo forma. Al tipo no le quedó más remedio que salir de
raje, con el perro por detrás. Hasta perderse en la esquina me gritaba cosas:
turra, guacha de mierda y cosas de ese calibre. En ese momento no pude entender
la locura de ese maleducado y tampoco la razón de que mi perro, se le haya ido
encima de ese modo.
Al rato llegó Marianita, que había ido a casa de Tamara a ver la novela de la
tarde y también vino Flor que ya había cerrado la carnicería. Las chicas se
ducharon mientras yo preparaba una sopa de arvejas y cortaba rodajas de queso,
chorizo casero y pan fresco para picar. Me serví un vinito blanco y esperé.
Flor salió en la moto rumbo a la peña y Marianita y yo nos sentamos a comer.
¡Se oía el ruido de los cubiertos al chocar con los platos, nomás! Las dos nos
quedamos pensativas; las ausencias se notaban demasiado. Mi hija prendió la
tele y vimos el programa de Susana Giménez, a las diez y media por Cablevisión.
Al terminar de cenar, Marianita se fue a su cuarto a conectarse con sus amigos
y yo ordené la cocina; después me quedé sentada, con la mente en babia mientras
escuchaba el tic-tac del reloj de pared. Mi hija vino a la cocina a buscar un
vaso con jugo y se quedó viéndome; tuvo un arranque de mamitis o se compadeció
de mí, ¡qué sé yo!, y me propuso ver una peli juntas en mi cama. “¿Cuál?”, le
pregunté sin mucho entusiasmo. “¡Si es de terror no, que no está papá!”, le
dije. “No má, es una que bajé y se llama “Dark Skies”, es de ciencia ficción”,
me contestó mientras apagaba su compu y se ponía el pijama. Yo hice lo propio y
antes de acostarme le puse el pullover al perro, porque de noche bajo las
llamas de los calefactores y él es muy friolento.
En los cinco primeros minutos me dio modorra, pero a medida que avanzaba la
película, no me podía tener. ¡Parecía que las sábanas tenían púas! Marianita se
hacía la canchera pero estaba tapada hasta la nariz, se le veían los ojitos
nomás. A la mitad de la peli, le dije: “¡Parala que voy a echar llave, bajar
todas las persianas y poner tranca en la puerta del frente y la del patio!”
(siempre dejamos todo abierto, porque ya les dije que Tuya es un lugar
tranquilo y seguro). Por las dudas y para reforzar, corrí la mesa y la puse
contra la puerta trasera, que es de chapa y está medio cachuza. Seguimos viendo
la película cada vez más aterradas. Nunca me había llamado la atención el tema
de los extraterrestres. Me parecía de ignorantes andar con eso de los platos
voladores, los marcianos, etc.
Cuando terminó la película, el aromatizador ambiental empezó a funcionar sin
parar hasta que le sacamos la pila; se le sumaba al miedo que nos había calado
hasta los huesos. Al final, nos dormimos tapadas hasta la cabeza. Tipo tres de
la mañana, se oyeron unos golpes terribles en la puerta del frente, luego en
todas las ventanas y ahí comenzamos a temblar sin poder salir de la cama. Al
ratito volvió el silencio y me levanté despacito a espiar por las hendijas de
las maderas, que quedan porque la persiana no cierra bien; afuera no se veía
nada. Marianita se puso detrás mío también, pero todo se veía tranquilo. De
golpe, una luz azul se puso frente a la ventana iluminando toda la habitación;
la nena y yo empezamos a gritar abrazadas y después de escuchar cómo nos
golpeaban todas las ventanas y la puerta del living, chillamos con toda nuestra
garganta que nos dejasen en paz, que no nos raptaran, que se fueran. Marianita
y yo nos deslizamos como sombras temblorosas por el pasillo y justo vimos por
el ventiluz que uno de ellos, saltaba por el paredoncito de la calle hacia el
patio. Muerta de miedo pero dispuesta a defender a mi hija, agarré el palo que
sabe llevar Raúl en el camión y me dispuse a partir en dos al primero que
entrase. Forcejearon en la puerta del patio y Marianita comenzó a chillar con
un sonido agudo, que me partía la cabeza y que no creí que fuera capaz de
emitir. Yo lloraba a moco tendido, ya me veía fulminada en el piso y a estos
bicharracos llevándose a mi hija. Derribaron la puerta con un estruendo
tremendo, al tiempo que un cuerpo caía hacia adentro; justo cuando iba a darle
un palo escuché la voz de Flor que me detuvo. Quedé paralizada por la sorpresa
y ella fue corriendo a prender las luces. Después abrió la puerta de calle para
que entraran los agentes de policía. Yo temblaba como una hoja y no entendía
nada. Resultó ser que con la impresión que nos dejó la película, me dormí
olvidándome que Flor estaba en la peña y que si quería entrar, le iba a ser
imposible con la tranca puesta por dentro. Cuando ella vino se cansó de
llamarnos, pero al estar con nuestras cabezas tapadas, no la oímos, entonces
empezó a golpear todas las ventanas y nosotras creímos que eran los
extraterrestres. Ante la falta de respuesta de nuestra parte, Flor se inquietó
y fue a buscar a la policía, que estacionaron silenciosamente el móvil con su
luz azul frente a la ventana, y eso fue lo que nosotras creímos que era una
nave. Con tanto alboroto, comenzaron a amucharse los vecinos y dos de los
policías se fueron en el patrullero y uno, que es amigo mío de la infancia, se
quedó a tomar un café hasta que todos nos calmáramos por completo, y de paso
porque ya había finalizado su turno y se iba a la casa. Me contó que un tipo
medio gordito, morocho, había denunciado que en nuestro domicilio lo había
atacado un perro y que la loca que vivía ahí, en lugar de sacárselo de encima,
lo azuzaba para que siguiera masticándolo: “¡mordelo, mordelo, mordelo!”.
Álvaro le tuvo que explicar al sujeto que mi perro se llama Mordelo. Le pusimos
ese nombre porque cuando era chiquito y lo hallamos tirado en un baldío, no
comía nada, entonces Marianita le ponía trozos de carnecita en la boca y le
decía: ¡mordelo! Después fue creciendo y aunque lo habíamos bautizado con el
nombre de “Cacique”, no nos daba bola y sí venía, cada vez que uno decía:
Mordelo. Mi perro es como un hijo para mí, no me importa que todos se diviertan
a costillas de la facha que tiene; yo misma me pregunto, cómo puede ser que
tenga un cuerpo de cincuenta centímetros de largo, patas de diez centímetros,
un tórax de la circunferencia de un balde de cinco litros, orejas chicas,
cabeza grande, hocico largo; ¡es un aparato!
Esta mañana, cuando llamaron los viajeros para avisar que estaban bien, les
conté del batifondo que se armó por una película y que al final terminó
despertando a todos los vecinos. En este momento, Marianita y yo somos la
comidilla general.
Bueno, los dejo sin más novedades desde Tuya:
Fianza Menditelli
PD:
¿Ustedes creen en extraterrestres? Porque les aseguro que a partir de que vi
esa película, me quedó una fuerte impresión y desde entonces miro el cielo,
considerando que quizás haya vida en otra parte. O por ahí están mezclados con
nosotros y no nos damos cuenta. Lo mejor es hacer como me dijo la tía Loly por
teléfono: borrón y cuenta nueva.