¡Hola gente!
¡Ya he llegado a Buenos Aires! Viajé toda la noche en micro; me dieron el
asiento al medio y en el segundo piso (donde va a instalarse todo el tufo).
¡Hacía un calor tremendo porque la calefacción estaba a full! Cuando fui a
pedirle al chofer que la bajara un poco, me contestó que estaba al mínimo. ¡Me
imagino, entonces, que al máximo llegaríamos listos para salir “al horno con
papas”! ¡Para colmo yo tenía puesta una tricotita de lana peluda y nada
debajo!, así no podía seguir en viaje, estaba transpirada y molesta; para
colmo, a mi lado viajaba un señor muy gordo que se explayaba hasta ocupar parte
del respaldo de mi asiento; el muy pillo había levantado el apoyabrazos que nos
separaba y se puso a sus anchas; habrá pensado que como soy flaquita, no me
hacía falta un asiento entero y que él podría ocupar lo que a mí supuestamente
me sobraba. ¡Para colmo roncaba en todos los tonos imaginables! No estaba
encrespada con el pobre hombre, sino por la situación incómoda que no podía
solucionar, ni con la mejor voluntad del mundo. Al fin, cerré los ojos y me
dormí.
Me desperté con una tremenda opresión en mi costado derecho; parte de mi
compañero de viaje se me había instalado encima y me tenía prensada contra el
asiento. El hombre seguía profundamente dormido y por más que forcejeaba, no me
podía zafar. ¡Parecía una arañita sacudiendo las patitas debajo de una nuez!
Con la mano izquierda, que estaba libre, palmeaba el brazo de mi vecino (porque
a su cara no llegaba), pero no se despertaba. Le decía: “¡Señor, señor,
despierte!”, pero tampoco me oía porque fuimos en un colectivo tan viejo, que
además de hacer ruidos a plásticos mal atornillados en todo el interior, tenía
un motor que sonaba como un infierno desatado.
De pronto me dieron ganas de ir al baño y me entró la desesperación por
conseguir la forma de despertar al viajero que me había tocado en suerte. En
medio de la angustia me decía a mí misma: “teiquirisi” Fiancita (como dicen los
chicos), que todo pasa para aprender algo (como dicen los sabios). Pero… ¡me
iba a hacer encima si no encontraba una solución! Empecé a gritar con toda la
fuerza de mi garganta, tratando de no hacer fuerza con la panza: ¡Ahhhhhhh!
¡Ahhhhhhh! El viajero que me estaba aplastando se incorporó de un salto y
parado en la penumbra del pasillo me miraba como si me hubiese vuelto loca; en
el momento en que se puso de pie, el apoyabrazos cayó a su lugar y me golpeó la
pierna cuando trataba de pararme. Vino el acompañante del chofer a ver qué
pasaba, encendió todas las luces y se sumaron otros viajeros adormilados; todos
me observaban y no entendían ni qué había pasado ni por qué me estaban mirando,
pero ellos seguían allí, entorpeciendo mi salida hacia el baño. De pronto supe
que irremediablemente me haría pis allí mismo, si no me dejaban pasar urgente.
Con lágrimas en los ojos y puchereando por tanta mala racha, supliqué: “¡Quiero
ir al baño, déjenme pasar, por favor!”. Hicieron un claro y me permitieron el
paso, mientras yo caminaba lo más apresurada que podía haciendo el paso cortito
por las dudas y con el chofer pegado a mi nuca que decía entenderme, pero que
le parecía incivilizado que haya molestado a los demás viajeros por una
necesidad personal y tan simple, como la de pasar al baño.
Una vez aliviada de mi urgencia y a la luz parpadeante del diminuto baño que se
bamboleaba como un bote, me observé en el espejo roñoso, comprobando el estado
deplorable de mi cabello, planchado hacía pocas horas: ¡Parecía una escoba a
punto de jubilarse! Tenía la cara brillosa por el maquillaje derretido, la boca
seca y las manos pegajosas; me lavé todo lo que pude con el miserable chorrito
de agua que salía de la diminuta canilla y así, con la cara chorreando agua y
las manos húmedas, me fui a sentar. Mi compañero se puso de pie para dejarme
pasar a mi asiento y, compasivo, preguntó si estaba mejor. Traté de ser amable
y le contesté que sí; a partir de entonces y hasta llegar a Retiro (durante dos
horas), no paró de hablar y de masticar saladitas con gusto a pizza. De a ratos
el sueño me vencía y cabeceaba; la voz de mi acompañante iba y venía a mi
conciencia como una letanía; hubo momentos en que yo no podía discernir qué era
real, qué era ficción y qué era producto de una pesadilla.
Como nada dura para siempre en nuestras vidas, gracias a Dios, este viaje
tampoco y hoy a las siete de la mañana, luego de un largo viaje y “buena
compañía”, llegué a Buenos Aires, y aquí estoy, en un cafecito con wi-fi
cercano al hotelito donde paro (por Sarmiento y Ecuador), escribiendo esto para
ustedes. Me tuve que bañar ni bien tomé el cuarto; como no pude secarme el
pelo, me ha quedado “electrizado” y parece que hubiese metido los dedos en un
enchufe. Cada vez que el mozo pasa cerca, como tiene puesta una chaqueta de poliéster,
las puntas del pelo se me paran, parece que yo misma estuviese poseída. ¡En
fin! ¡Así es la vida! Los dejo hasta nuevas experiencias.
¡Ah!, les cuento: una señora que leyó mi blog, me dijo que yo era una ordinaria
y que hay cosas en las que “me paso de la raya”. No voy a negar que me hizo un
agujerito en el corazón, pero yo soy así, no lo hago a propósito. No quiero ser
“vulgar” como ella dijo, soy esto y me sale de forma natural. Aparte yo a la
tele casi no la prendo porque dicen y muestran cosas zafadas y la mayoría viene
de personas que han estudiado formas de decir las cosas con belleza, digamos
que tienen estudios y cultura. Yo hice hasta quinto, y medio de prepo y me he
criado en este pueblo con sus costumbres sanas de antes y que ahora, se mezclan
con todo lo bueno y todo lo malo de la tecnología. Muchos no queremos quedar
como anticuados, ignorantes o pueblerinos estúpidos, pero no crean que es fácil
la adaptación. A veces nos sale y otras no y cuando se mezcla todo, por ahí, como
dijo esta señora, una queda vulgar, pero yo no pretendo ser otra cosa más que
lo que soy y seguir manteniendo la pureza de mi corazón, aunque de mi boca
salgan gansadas, ordinarieces o malas palabras. Mi vieja decía que las “malas
palabras” deberían llamarse “palabras desafortunadas”, porque malas palabras
eran decir: te odio, no me importás, morite, ojalá que te parta un rayo y cosas
así.
Bueno, amigos, los dejo. Voy hasta el hotel a dejar la portátil y luego voy a
lo del doctor Chau-Ming.
Fianza Menditelli
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