Más allá de los
alisos, siguió caminando Sabina. Ella miraba sobre el faldeo, las flores
abiertas que retenían la luz del sol y se mostraban luminosas y coloridas.
Exhausta, se detuvo a descansar; le dolían los pies, la garganta le ardía y sus
labios se veían resquebrajados. Buscó asiento en una roca cercana y dejó su
hatillo polvoriento en el suelo áspero.
Oyó a lo lejos el
grito de un loro alisero y observó el cielo diáfano, con la luna que la miraba
callada. Los altos picos mostraban sus imponentes figuras, guardando en la
penumbra sus nieves perpetuas. Sabina se irguió descorazonada por la soledad y
caminó cancina hasta la margen del río; necesitaba beber y enjuagarse el sudor
y la tierra. Al regresar a la piedra donde había dejado sus escasas
pertenencias, hurgó entre sus cosas extrayendo un trozo de pan y queso de
cabra. Lentamente ingirió su alimento pensando en todos los milagros que
aguardaba para su vida y que aún estaban sin verificar. Cerró los ojos y se
montó al suave viento que había comenzado a soplar, deslizándose como un ave y
retornando veloz a los alisos, a aquella tierra que debió abandonar. Recorrió
en el recuerdo zonas umbralinas, dolorosas y determinantes. De su familia no había
quedado nadie. Ella era la última de los Morán. Por eso decidió partir sin
rumbo, sin saber exactamente hacia dónde. Sintiéndose acunada por las estrellas,
que le parecieron luces mágicas que habían descendido junto a ella, se durmió
arrebujada en su poncho deshilachado.
A la mañana
siguiente y con el silencio de las primeras luces del alba, despuntaron los
brotes de hojas nuevas en la selva de yungas; monte hasta donde se habían
atrevido para escarbar el suelo, las pavas aliseras. La salida del sol bruñó de
oro la densa niebla que atravesaba el paisaje.
Sabrina se
sacudió la modorra, estiró su cuerpo entumecido y se puso nuevamente en pie;
juntó sus pertenencias y las cargó sobre su espalda. Antes de marchar
nuevamente por horas enteras, recogió puñados de tamarillos arracimándose rojos
y carnosos desde las yungas y los introdujo dentro de una bolsita de trapo que
pendía de un cordón desde su cuello. Se lanzó por los caminos intransitables
que en época de verano se mostraban aún peor, a causa de los ríos que salidos
de sus riberas se tornaban infranqueables y arrojaban por sus entornos, toda
suerte de troncos y guijarros.
Por días enteros
caminó Sabina acortando distancias hacia su meta y acrecentando la lejanía de
su único hogar que fue quedando atrás, como el monte de alisos donde lloró tristemente
un adiós, aquel último atardecer que pasó bajo sus ramas.
Luego de
atravesar penosamente un amplio claro, divisó ante sí un monte umbroso y
abigarrado que la invitaba a transitarlo desde su único ojo abierto: un
caminito que luego se perdía en la espesura. Cuanto más se internaba en el
bosque, más oscuro, más húmedo y silencioso se tornaba todo. Al final de la
tarde había atravesado la red vegetal, en cuyo suelo había escuchado los
sonidos provenientes de diversas criaturas ocultas. Se presentó ante sus ojos
de obsidiana, un reconfortante retazo de cielo azul adornado con pequeñas nubes
y ante sus pies, apareció un camino sinuoso y tapizado de hojas. Siguió andando
y pasó junto a amplias ollas de piedras grises y repletas de aguas calmas,
sobre las que sobrevolaban zumbando nubes de mosquitos.
La llanura y
varios montes recogieron las huellas de sus pies cansados. Los molinos de agua
la saludaron girando vertiginosos y brillando al sol. Las vacas mugieron
curiosas, balaron las ovejas, las torcazas la sobrevolaron y los gorriones la
espiaron desde los alambrados. Un arroyito de aguas perezosas fue el bálsamo a
su sed y a su cansancio. Se bañó en su cauce limpio y poco profundo que venía
bajando de las sierras. Se secó al sol yaciendo de espaldas sobre el tierno y
aromático trebolar, mientras su mirar quedaba prendido del cielo y ella
intentaba darle un significado simbólico a las formas vagas de las nubes.
Sabina caminó
durante varias e intensas jornadas hasta que fue a dar con un monte de
eucaliptus, bajo cuyo ramaje antiguo y refrescante había estacionado un camión
que a ella le pareció inmenso y bello. El vehículo tenía sus partes niqueladas
bien lustradas, que contrastaban con el rojo rabioso del resto de la
carrocería.
La muchacha
recorrió un tramo de la puerta con la punta de su dedo índice y con los ojos
muy abiertos, maravillados, al notar su imagen reflejada en la pintura.
—Rojo, en honor a
él —dijo una voz a su espalda, que logró asustarla y la hizo correr a
refugiarse tras un árbol.
El camionero, un
poco mayor que ella, la llamó invitándola a sentarse junto a la tosca mesa de
madera que los peregrinos y devotos del Gauchito Gil, habían construido para
todos. Sabina se acercó poco a poco; el hambre y la bondad en los ojos de aquel
muchacho hermoso, la persuadieron pronto.
Comieron en
silencio, observándose, prendados mutuamente del universo de sus miradas
colmadas de soledad, hastío y ansias.
Más tarde, José
debió aprontarse para continuar su viaje y recoger una carga que lo estaba
aguardando tras una bifurcación, y luego debería retomar la misma ruta
prosiguiendo a Buenos Aires.
Ella permaneció
de pie al costado del camino, agitando su mano morena en señal de despedida.
Sus ojazos de mirar profundo, siguieron al portentoso vehículo que iba dejando
una estela de polvo y fue devorado por las sombras del crepúsculo y del camino.
Al cabo de dos
horas José pasó nuevamente por allí con el acoplado cargado de cereales para
llevar al puerto; la vio a Sabina sentadita en uno de los bancos, solitaria y
envuelta en su poncho de colores. Se detuvo y la llamó a gritos. Ella corrió a
su encuentro, trepó al estribo y ante la puerta abierta tomó la mano extendida
de su amigo, mientras los labios se le curvaban en una sonrisa de alegría.
De esta forma
comenzó el romance de José y Sabina. Él la llevó a su casita ordenada de
Berazategui, que tenía un jardincito al frente, cocina moderna y una cama
mullida y amplia. Muchas fotografías pendían en cuadros ocupando espacios en
las paredes. Se veía una mujer joven, bella y sonriente, acompañada por tres
niños llenos de luz y con los ojos claros como ella.
—¡Mi mujer y mis
hijos! —comentó José, viendo a Sabina observar compenetrada los retratos—. ¡Me
dejó hace un tiempo porque la engañé y lo supo! —agregó yéndose presuroso hacia
el patio, para que ella no viera su angustia.
Transcurrieron más
de cuatro meses en los que ambos jóvenes se acompañaron y se dieron
respectivamente, una cuota de amor desde donde cada uno podía o sabía. A Sabina
la cubrieron las redondeces y cuando ya nada le anduvo, José le compró ropa.
Cierto día, José
llegó de un viaje y exultante abrazó a Sabina para decirle:
—¡Mi mujer me
perdona, regresa a casa!
Cuando se percató
de la expresión de la muchacha al recibir aquellas palabras, sintió pena por
ella, aunque resuelto le dijo en tono tierno y bajo:
—Sabina, te
llevaré de nuevo a tu hogar, no puedo permitir que te quedes; si mi mujer
supiese que te he dado albergue y que dormimos juntos en la cama matrimonial,
la perdería para siempre. ¡Perdoname, Sabina, no creí que Florencia quisiera
regresar! Cuando se fue me dijo que me odiaba, por eso no la esperaba más.
Sabina, de pie
como una estatua de granito, con su boca dura y muda, no hacía más que mirarlo
con los ojos anegados en lágrimas; sin embargo, no permitió que ni una de ellas
se despeñara por su cara crispada. Al cabo de unos momentos, en el rostro de la
joven se extinguió la pena para instalarse una luz de esperanza; los ojos se le
llenaron de claridad y en sus pupilas se dibujó un paisaje. Ya no pudo esperar
más y recogiendo apresurada sus escasas pertenencias, su viejo poncho que no
había descartado y unas bolsas con ropas de niños que había hallado junto a un
canasto, le dijo:
—José, llevame.
Se bajó en el
mismo cruce en que se habían conocido; ella no dio posibilidad de otra cosa y
él tampoco insistió.
Sabina comenzó su
marcha a campo traviesa, sin olvidarse de recoger ni uno de los pasos que había
sembrado anteriormente por aquella tierra. Mientras sorteaba andanadas de
pesares en su ruta solitaria, cantaba casi inaudible una canción de cuna
intentando recordarla entera.
Bebió de las
aguas de los ríos y durmió a la intemperie o bajo los montes; dejó que los
aguaceros redimieran el dolor tenaz que iba sintiendo en los pies cansados y
también permitió que los rayos del sol la besaran toda para desbaratarle las
penas. Finalmente divisó el monte de los alisos y más allá su rancho amado.
Soltó la bolsa con la ropa y sujetándose la panza con las manos, corrió
llorando de alegría. Más tarde cortó flores silvestres en el llano y las colocó
en las tumbas de sus padres; de rodillas junto al suelo fresco y generoso,
murmuró la certeza de un nombre: “¡José María! ¡Se llamará José María, para que
tenga los nombres de ustedes dos!”
La tarde cedía
sus luces ante las sombras de la noche y Sabina sonrió al ver el destello rojizo,
que dibujaba una sonrisa entre los troncos de los alisos que amaba.
María
Inés