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miércoles, 30 de diciembre de 2015

Cuento "Más allá de los alisos"


Más allá de los alisos, siguió caminando Sabina. Ella miraba sobre el faldeo, las flores abiertas que retenían la luz del sol y se mostraban luminosas y coloridas. Exhausta, se detuvo a descansar; le dolían los pies, la garganta le ardía y sus labios se veían resquebrajados. Buscó asiento en una roca cercana y dejó su hatillo polvoriento en el suelo áspero.
Oyó a lo lejos el grito de un loro alisero y observó el cielo diáfano, con la luna que la miraba callada. Los altos picos mostraban sus imponentes figuras, guardando en la penumbra sus nieves perpetuas. Sabina se irguió descorazonada por la soledad y caminó cancina hasta la margen del río; necesitaba beber y enjuagarse el sudor y la tierra. Al regresar a la piedra donde había dejado sus escasas pertenencias, hurgó entre sus cosas extrayendo un trozo de pan y queso de cabra. Lentamente ingirió su alimento pensando en todos los milagros que aguardaba para su vida y que aún estaban sin verificar. Cerró los ojos y se montó al suave viento que había comenzado a soplar, deslizándose como un ave y retornando veloz a los alisos, a aquella tierra que debió abandonar. Recorrió en el recuerdo zonas umbralinas, dolorosas y determinantes. De su familia no había quedado nadie. Ella era la última de los Morán. Por eso decidió partir sin rumbo, sin saber exactamente hacia dónde. Sintiéndose acunada por las estrellas, que le parecieron luces mágicas que habían descendido junto a ella, se durmió arrebujada en su poncho deshilachado.
A la mañana siguiente y con el silencio de las primeras luces del alba, despuntaron los brotes de hojas nuevas en la selva de yungas; monte hasta donde se habían atrevido para escarbar el suelo, las pavas aliseras. La salida del sol bruñó de oro la densa niebla que atravesaba el paisaje.
Sabrina se sacudió la modorra, estiró su cuerpo entumecido y se puso nuevamente en pie; juntó sus pertenencias y las cargó sobre su espalda. Antes de marchar nuevamente por horas enteras, recogió puñados de tamarillos arracimándose rojos y carnosos desde las yungas y los introdujo dentro de una bolsita de trapo que pendía de un cordón desde su cuello. Se lanzó por los caminos intransitables que en época de verano se mostraban aún peor, a causa de los ríos que salidos de sus riberas se tornaban infranqueables y arrojaban por sus entornos, toda suerte de troncos y guijarros.
Por días enteros caminó Sabina acortando distancias hacia su meta y acrecentando la lejanía de su único hogar que fue quedando atrás, como el monte de alisos donde lloró tristemente un adiós, aquel último atardecer que pasó bajo sus ramas.
Luego de atravesar penosamente un amplio claro, divisó ante sí un monte umbroso y abigarrado que la invitaba a transitarlo desde su único ojo abierto: un caminito que luego se perdía en la espesura. Cuanto más se internaba en el bosque, más oscuro, más húmedo y silencioso se tornaba todo. Al final de la tarde había atravesado la red vegetal, en cuyo suelo había escuchado los sonidos provenientes de diversas criaturas ocultas. Se presentó ante sus ojos de obsidiana, un reconfortante retazo de cielo azul adornado con pequeñas nubes y ante sus pies, apareció un camino sinuoso y tapizado de hojas. Siguió andando y pasó junto a amplias ollas de piedras grises y repletas de aguas calmas, sobre las que sobrevolaban zumbando nubes de mosquitos.
La llanura y varios montes recogieron las huellas de sus pies cansados. Los molinos de agua la saludaron girando vertiginosos y brillando al sol. Las vacas mugieron curiosas, balaron las ovejas, las torcazas la sobrevolaron y los gorriones la espiaron desde los alambrados. Un arroyito de aguas perezosas fue el bálsamo a su sed y a su cansancio. Se bañó en su cauce limpio y poco profundo que venía bajando de las sierras. Se secó al sol yaciendo de espaldas sobre el tierno y aromático trebolar, mientras su mirar quedaba prendido del cielo y ella intentaba darle un significado simbólico a las formas vagas de las nubes.
Sabina caminó durante varias e intensas jornadas hasta que fue a dar con un monte de eucaliptus, bajo cuyo ramaje antiguo y refrescante había estacionado un camión que a ella le pareció inmenso y bello. El vehículo tenía sus partes niqueladas bien lustradas, que contrastaban con el rojo rabioso del resto de la carrocería.
La muchacha recorrió un tramo de la puerta con la punta de su dedo índice y con los ojos muy abiertos, maravillados, al notar su imagen reflejada en la pintura.
—Rojo, en honor a él —dijo una voz a su espalda, que logró asustarla y la hizo correr a refugiarse tras un árbol.
El camionero, un poco mayor que ella, la llamó invitándola a sentarse junto a la tosca mesa de madera que los peregrinos y devotos del Gauchito Gil, habían construido para todos. Sabina se acercó poco a poco; el hambre y la bondad en los ojos de aquel muchacho hermoso, la persuadieron pronto.
Comieron en silencio, observándose, prendados mutuamente del universo de sus miradas colmadas de soledad, hastío y ansias.
Más tarde, José debió aprontarse para continuar su viaje y recoger una carga que lo estaba aguardando tras una bifurcación, y luego debería retomar la misma ruta prosiguiendo a Buenos Aires.
Ella permaneció de pie al costado del camino, agitando su mano morena en señal de despedida. Sus ojazos de mirar profundo, siguieron al portentoso vehículo que iba dejando una estela de polvo y fue devorado por las sombras del crepúsculo y del camino.
Al cabo de dos horas José pasó nuevamente por allí con el acoplado cargado de cereales para llevar al puerto; la vio a Sabina sentadita en uno de los bancos, solitaria y envuelta en su poncho de colores. Se detuvo y la llamó a gritos. Ella corrió a su encuentro, trepó al estribo y ante la puerta abierta tomó la mano extendida de su amigo, mientras los labios se le curvaban en una sonrisa de alegría.
De esta forma comenzó el romance de José y Sabina. Él la llevó a su casita ordenada de Berazategui, que tenía un jardincito al frente, cocina moderna y una cama mullida y amplia. Muchas fotografías pendían en cuadros ocupando espacios en las paredes. Se veía una mujer joven, bella y sonriente, acompañada por tres niños llenos de luz y con los ojos claros como ella.
—¡Mi mujer y mis hijos! —comentó José, viendo a Sabina observar compenetrada los retratos—. ¡Me dejó hace un tiempo porque la engañé y lo supo! —agregó yéndose presuroso hacia el patio, para que ella no viera su angustia.
Transcurrieron más de cuatro meses en los que ambos jóvenes se acompañaron y se dieron respectivamente, una cuota de amor desde donde cada uno podía o sabía. A Sabina la cubrieron las redondeces y cuando ya nada le anduvo, José le compró ropa.
Cierto día, José llegó de un viaje y exultante abrazó a Sabina para decirle:
—¡Mi mujer me perdona, regresa a casa!
Cuando se percató de la expresión de la muchacha al recibir aquellas palabras, sintió pena por ella, aunque resuelto le dijo en tono tierno y bajo:
—Sabina, te llevaré de nuevo a tu hogar, no puedo permitir que te quedes; si mi mujer supiese que te he dado albergue y que dormimos juntos en la cama matrimonial, la perdería para siempre. ¡Perdoname, Sabina, no creí que Florencia quisiera regresar! Cuando se fue me dijo que me odiaba, por eso no la esperaba más.
Sabina, de pie como una estatua de granito, con su boca dura y muda, no hacía más que mirarlo con los ojos anegados en lágrimas; sin embargo, no permitió que ni una de ellas se despeñara por su cara crispada. Al cabo de unos momentos, en el rostro de la joven se extinguió la pena para instalarse una luz de esperanza; los ojos se le llenaron de claridad y en sus pupilas se dibujó un paisaje. Ya no pudo esperar más y recogiendo apresurada sus escasas pertenencias, su viejo poncho que no había descartado y unas bolsas con ropas de niños que había hallado junto a un canasto, le dijo:
—José, llevame.
Se bajó en el mismo cruce en que se habían conocido; ella no dio posibilidad de otra cosa y él tampoco insistió.
Sabina comenzó su marcha a campo traviesa, sin olvidarse de recoger ni uno de los pasos que había sembrado anteriormente por aquella tierra. Mientras sorteaba andanadas de pesares en su ruta solitaria, cantaba casi inaudible una canción de cuna intentando recordarla entera.
Bebió de las aguas de los ríos y durmió a la intemperie o bajo los montes; dejó que los aguaceros redimieran el dolor tenaz que iba sintiendo en los pies cansados y también permitió que los rayos del sol la besaran toda para desbaratarle las penas. Finalmente divisó el monte de los alisos y más allá su rancho amado. Soltó la bolsa con la ropa y sujetándose la panza con las manos, corrió llorando de alegría. Más tarde cortó flores silvestres en el llano y las colocó en las tumbas de sus padres; de rodillas junto al suelo fresco y generoso, murmuró la certeza de un nombre: “¡José María! ¡Se llamará José María, para que tenga los nombres de ustedes dos!”
La tarde cedía sus luces ante las sombras de la noche y Sabina sonrió al ver el destello rojizo, que dibujaba una sonrisa entre los troncos de los alisos que amaba.

María Inés

domingo, 20 de diciembre de 2015

"La Reina"


En un país muy hermoso, reinaba una mujer inteligente y perversa; carecía del don del amor. 
Cada mañana se asomaba a la torre donde gobernaba. Sintiendo su gran poder, se henchía de soberbia.
Ocurrió un día que halló las calles desiertas. El pueblo oprimido, deseoso de manifestar su palabra y reivindicar la libertad, la había abandonado. Solo permanecían allí, el verdugo de la corte y un anciano muy sabio. Éste halló a la reina enfurecida y trató de hacerle ver sus errores que la condujeron a aquella lamentable realidad. Ella, enceguecida de rencor, lo mandó decapitar.

María Inés

lunes, 26 de octubre de 2015

Cuento "Llaman a la puerta"


            La lluvia arrecia horadando la tierra y corre a la vera del camino con rapidez; fluye saltarina entre matas de helechos y piedras que se cruzan cuesta abajo, a quienes deja su tinte ferroso como si fuesen estelas de sangre. El viento aúlla rabioso y zamarrea las copas de los árboles del monte. Observo a través de la ventana; me reconforta estar seco y al abrigo del fuego que crepita en la cocina a leña, sabiendo que ahora las cosas van a ser diferentes.
            El gato duerme enroscado sobre la alfombra de arpilleras, que mi madre bordó con lanas de colores y en punto cruz, cuando yo era chico.
            De vez en cuando un relámpago ilumina todo y veo a un centenar de metros, el viejo aserradero abandonado. Me gusta que estén aún las precarias construcciones de madera, aquellas que en un tiempo fueron el barrio de los obreros del maderaje y el aserradero en sí.
            Yo solía jugar con los demás hijos de los hacheros, por eso, lo que queda en pie me trae gratos recuerdos de cierta época de mi infancia. ¡Qué sé yo!... A esa edad (entre los siete y diez años) veía el mundo color de cielo, verde esperanza de la vegetación exuberante que nos abrazaba en sus latidos, en el rojo de la tierra misionera. Nos acompañaba el canto de los pájaros que nos sobrevolaban y en otras estaciones, la “metálica del rock” venía con las cigarras y su griterío de locos en lo alto de la arboleda.
            Me acuerdo de los veranos y de las siestas obligadas, con el calor del sol tostando los retazos de tierra, donde sus montes habían sido talados.
            Creo que toda la alegría y la magia se me acabó de golpe aquella mañana cuando internaron a papá; lo había picado una yarará. No regresó a casa. Falleció en el hospital. El antídoto le llegó tarde.
            Los días que siguieron a su entierro me parecieron vacíos, andaba medio atolondrado. Al principio, las mujeres de los hacheros nos ayudaron; traían comida y alguna ropa. Los chicos me llamaban para jugar, intentando desterrar la pena que se me había instalado en el alma y en la mirada. Como fuese, la vida continuaba; con mamá debíamos seguir andando.
            Yo pescaba en el río y juntaba leñitas para encender fuego y cocinar en fritanga, los pescados que compartía con mi madre. Ella se iba al monte y tardaba horas en regresar; a veces volvía con el cabello revuelto y la ropa desordenada. Me veía con una luz temblorosa en la mirada que me hacía sentir solo, confundido… Las mujeres de los hacheros ya no la trataban y apenas si me saludaban. Los chicos seguían igual conmigo, pero había momentos en que me percataba, que algo secreteaban entre ellos.
            Cuando cumplí once años, justo ese día amaneció soleado y llenaba nuestra misérrima casucha, el canto armonioso y variado de las aves; me levanté sin prisa, miré hacia afuera por la ventana y pude ver a una vecina que me hacía señas con su mano, llamándome: 
          "¡Vení, Juancito, tengo que decirte algo!...". Salí descalzo, con el pelo revuelto, pantalón a media pierna y la remera estirada. "¡Tu mamá se fue de madrugada!", dijo.



            La miré espantado. ¿Qué me estaba diciendo? ¡No entendía nada! Di media vuelta para regresar adentro a toda carrera, pero ella me retuvo en el lugar aferrándome un brazo. La miré ceñudo. No le importó. Apretó más fuerte, me miró fijo a los ojos y me soltó pausado como para que entendiese:
         "¡Tu mamá se escapó con uno de los del obraje! Él no quiere chicos, ya tiene tres y es casado. Dejó a su familia abandonada, así que ésta se irá en unas horas para el pueblo. Tu madre era mucha flor para este chiquero, lo entiendo, estaba harta de la miseria y de las mujeres de estos lados; lo que nunca le voy a perdonar es que te haya dejado abandonado. Me pidió que te cuidara así que traé tus cosas y venite a casa."
            La miré con el rostro desencajado: ¿Qué monstruo invisible podía tener las manos tan grandes, como para destruir en una noche mi rutina de chico pobre, dejándome sin mi madre que me acompañaba? ¡Sentí que ya no tenía nada! ¡Estaba solo, abandonado, triste y desconcertado!...
            Ramira (tal el nombre de la buena mujer que me acogió en su hogar) se apiadó de mi tristeza y me abrazó, secando mis lágrimas a la par que sorbía las propias, para darme el consuelo de sus palabras.
            Esa mañana nefasta, sentí que no había nadie muerto en aquel funeral y sin embargo, la doliente procesión surcó camino a través de mi mente y de mi corazón.
            A los catorce años entré a trabajar en el aserradero. Cuando comencé mi jornada laboral un nuevo peón ayudaba en la talada. El tipo no dejaba de mirarme, no podía saber si me odiaba o simplemente me estudiaba. Su rostro me parecía vagamente familiar; no obstante, su larga y tupida barba más sus crecidos cabellos, hacían imposible definir bien sus facciones. Solamente sus ojos me recordaban a alguien, sin acertar a quién.
            Un día, Ramira se atrevió y me confesó que aquel hombre en cuestión, era el mismo que se había llevado a mi madre. Fui corriendo hasta el obraje, quería hablar con él, preguntarle por ella; necesitaba imperiosamente saber dónde estaba y poder hallarla. Me dijeron que el peón se había marchado de improviso en medio de la noche. Lloré mi impotencia en brazos de mi segunda madre. Ella salió a buscar datos entre las mujeres chismosas y alborotadas. Al cabo de un rato volvió diciéndome que el sujeto aquel, no había dejado ningún rastro tras de sí.
            Los años pasaron… Ramira falleció un día domingo… El obraje ya se había cerrado y los trabajadores y sus familias se habían marchado con el mismo patrón, buscando nuevos montes para hachar. Permanecí aquí porque algo me decía que no me fuera. Deseaba con el alma que mi madre regresara. Pude entenderla y la quería como siempre o mucho más.
            Hace unas horas alguien golpeó rudamente mi puerta; me encaminé a abrir pensando que era imposible que una persona se arriesgara por estos lugares apartados, en una noche tempestiva como ésta. Ante mí pude ver una bolsa de nylon anudada y huellas frescas de pisadas humanas en el barro chicloso. Pateé la bolsa y al comprobar que nada se movía dentro de ella, me animé y desaté el piolín que cerraba su abertura. Hurgué en su interior y ante mis ojos azorados, hallé las pertenencias de mi madre: algunas fotos, su libreta cívica, su ropa. Me sorprendió encontrar una buena cantidad de dinero, que seguramente alcanzaría para comprar una casa en el pueblo. Dejé la bolsa adentro, a resguardo de la lluvia, e intrigado seguí un caminito de caracoles de río que habían dejado rumbo al aserradero. Con la lámpara en mi mano llegué hasta donde se apreciaba el último caracol; allí se hallaba una pala con su filo clavado en la tierra fangosa y sobre ésta, una cruz consistente en dos ramas anudadas. Las quité bruscamente, dejé la luz a un costado y febrilmente tomé la pala entre mis manos temblorosas. Cavé como un poseso, chapoteaba como un loco, intuitivo y desesperado: me temía lo peor. Mis ilusiones de volver a ver a mi madre se caían a pedazos, eran barridas por mis lágrimas y un gemido sordo me surcaba la garganta en áspera pena. Al cabo de pocos minutos había abierto un hoyo de dimensiones considerables; estupefacto observé un cadáver que asomaba entre los terrones rojizos, lavados a intervalos por la intensa lluvia. Una voz a mis espaldas me asustó dejándome envarado:
            "¡He vuelto!", dijo. "Lo maté porque si no, te habría dado muerte a vos. Volvió al obraje para eso. Estaba enfurecido y te odiaba porque no podía ser totalmente suya, si no estabas a mi lado. Lo seguí cuando supe que regresaba con nefastas intenciones, lo demás lo imaginarás… No pude verte ni quedarme por entonces; si hallaban el cuerpo me podrían inculpar. No iría presa por un bruto y desalmado que me tuvo a palos desde que dejamos el monte; un desgraciado que me obligó a prostituirme para no tener que trabajar y no tenía ni zapatos que ponerme. El dinero que viste es nuestro, me lo gané vendiendo mi cuerpo y el poco honor que me quedaba."
            Me sacudí el asombro y en medio de la lluvia torrencial, alcé la lámpara, caminé unos pasos, iluminé su cara y di rienda suelta al niño que aguardaba por ella dentro de mí. Avancé a zancadas torpes, resbalando, en tanto que angustiado e incrédulamente feliz, le preguntaba:
            "¿Mamá, sos vos? ¡Mamá, mamá!", grité emocionado, abrazándola y meciéndola entre mis brazos de niño hombre.
                 "¡Sí, hijo, he vuelto, vamos adentro!", me respondió ella con la voz menguada por el llanto que arrasaba sus hermosos ojos brunos. "¡Cuando amaine nos iremos; vos y yo no tenemos nada que hacer acá!...", finalizó diciendo.
            Di un grito salvaje de connotación tan ancestral como el dolor en el mundo y me reía feliz alumbrado por aquella claridad de los relámpagos. El agua de lluvia me ensopaba quitándome el lodo y llevándose mi orfandad, mis culpas y todas las malditas ausencias que poblaron mi existencia al crecer.
María Inés