La lluvia arrecia horadando la tierra y corre a la vera del camino con rapidez;
fluye saltarina entre matas de helechos y piedras que se cruzan cuesta abajo, a
quienes deja su tinte ferroso como si fuesen estelas de sangre. El viento aúlla
rabioso y zamarrea las copas de los árboles del monte. Observo a través de la
ventana; me reconforta estar seco y al abrigo del fuego que crepita en la
cocina a leña, sabiendo que ahora las cosas van a ser diferentes.
El gato duerme enroscado sobre la alfombra de arpilleras, que mi madre bordó
con lanas de colores y en punto cruz, cuando yo era chico.
De vez en cuando un relámpago ilumina todo y veo a un centenar de metros, el
viejo aserradero abandonado. Me gusta que estén aún las precarias
construcciones de madera, aquellas que en un tiempo fueron el barrio de los
obreros del maderaje y el aserradero en sí.
Yo solía jugar con los demás hijos de los hacheros, por eso, lo que queda en
pie me trae gratos recuerdos de cierta época de mi infancia. ¡Qué sé yo!... A
esa edad (entre los siete y diez años) veía el mundo color de cielo, verde
esperanza de la vegetación exuberante que nos abrazaba en sus latidos, en el
rojo de la tierra misionera. Nos acompañaba el canto de los pájaros que nos
sobrevolaban y en otras estaciones, la “metálica del rock” venía con las
cigarras y su griterío de locos en lo alto de la arboleda.
Me acuerdo de los veranos y de las siestas obligadas, con el calor del sol
tostando los retazos de tierra, donde sus montes habían sido talados.
Creo que toda la alegría y la magia se me acabó de golpe aquella mañana cuando
internaron a papá; lo había picado una yarará. No regresó a casa. Falleció en
el hospital. El antídoto le llegó tarde.
Los días que siguieron a su entierro me parecieron vacíos, andaba medio
atolondrado. Al principio, las mujeres de los hacheros nos ayudaron; traían
comida y alguna ropa. Los chicos me llamaban para jugar, intentando desterrar la
pena que se me había instalado en el alma y en la mirada. Como fuese, la vida
continuaba; con mamá debíamos seguir andando.
Yo pescaba en el río y juntaba leñitas para encender fuego y cocinar en
fritanga, los pescados que compartía con mi madre. Ella se iba al monte y
tardaba horas en regresar; a veces volvía con el cabello revuelto y la ropa
desordenada. Me veía con una luz temblorosa en la mirada que me hacía sentir
solo, confundido… Las mujeres de los hacheros ya no la trataban y apenas si me
saludaban. Los chicos seguían igual conmigo, pero había momentos en que me
percataba, que algo secreteaban entre ellos.
Cuando cumplí once años, justo ese día amaneció soleado y llenaba nuestra
misérrima casucha, el canto armonioso y variado de las aves; me levanté sin
prisa, miré hacia afuera por la ventana y pude ver a una vecina que me hacía
señas con su mano, llamándome:
"¡Vení, Juancito, tengo que decirte algo!...". Salí descalzo, con el
pelo revuelto, pantalón a media pierna y la remera estirada. "¡Tu mamá se
fue de madrugada!", dijo.
La miré espantado. ¿Qué me estaba diciendo? ¡No entendía nada! Di media vuelta
para regresar adentro a toda carrera, pero ella me retuvo en el lugar
aferrándome un brazo. La miré ceñudo. No le importó. Apretó más fuerte, me miró
fijo a los ojos y me soltó pausado como para que entendiese:
"¡Tu mamá se escapó
con uno de los del obraje! Él no quiere chicos, ya tiene tres y es casado. Dejó
a su familia abandonada, así que ésta se irá en unas horas para el
pueblo. Tu madre era mucha flor para este chiquero, lo entiendo, estaba
harta de la miseria y de las mujeres de estos lados; lo que nunca le voy a
perdonar es que te haya dejado abandonado. Me pidió que te cuidara así que traé
tus cosas y venite a casa."
La miré con el rostro desencajado: ¿Qué monstruo invisible podía tener las
manos tan grandes, como para destruir en una noche mi rutina de chico pobre,
dejándome sin mi madre que me acompañaba? ¡Sentí que ya no tenía nada! ¡Estaba
solo, abandonado, triste y desconcertado!...
Ramira (tal el nombre de la buena mujer que me acogió en su hogar) se apiadó de
mi tristeza y me abrazó, secando mis lágrimas a la par que sorbía las propias,
para darme el consuelo de sus palabras.
Esa mañana nefasta, sentí que no había nadie muerto en aquel funeral y sin
embargo, la doliente procesión surcó camino a través de mi mente y de mi
corazón.
A los catorce años entré a trabajar en el aserradero. Cuando comencé mi jornada
laboral un nuevo peón ayudaba en la talada. El tipo no dejaba de mirarme, no
podía saber si me odiaba o simplemente me estudiaba. Su rostro me parecía
vagamente familiar; no obstante, su larga y tupida barba más sus crecidos
cabellos, hacían imposible definir bien sus facciones. Solamente sus ojos
me recordaban a alguien, sin acertar a quién.
Un día, Ramira se atrevió y me confesó que aquel hombre en cuestión, era el
mismo que se había llevado a mi madre. Fui corriendo hasta el obraje, quería
hablar con él, preguntarle por ella; necesitaba imperiosamente saber dónde
estaba y poder hallarla. Me dijeron que el peón se había marchado de improviso
en medio de la noche. Lloré mi impotencia en brazos de mi segunda madre. Ella
salió a buscar datos entre las mujeres chismosas y alborotadas. Al cabo de
un rato volvió diciéndome que el sujeto aquel, no había dejado ningún
rastro tras de sí.
Los años pasaron… Ramira falleció un día domingo… El obraje ya se había cerrado
y los trabajadores y sus familias se habían marchado con el mismo patrón,
buscando nuevos montes para hachar. Permanecí aquí porque algo me decía que no
me fuera. Deseaba con el alma que mi madre regresara. Pude entenderla y la
quería como siempre o mucho más.
Hace unas horas alguien golpeó rudamente mi puerta; me encaminé a abrir
pensando que era imposible que una persona se arriesgara por estos lugares
apartados, en una noche tempestiva como ésta. Ante mí pude ver una bolsa de
nylon anudada y huellas frescas de pisadas humanas en el barro chicloso. Pateé
la bolsa y al comprobar que nada se movía dentro de ella, me animé y desaté el
piolín que cerraba su abertura. Hurgué en su interior y ante mis ojos azorados,
hallé las pertenencias de mi madre: algunas fotos, su libreta cívica, su ropa.
Me sorprendió encontrar una buena cantidad de dinero, que seguramente
alcanzaría para comprar una casa en el pueblo. Dejé la bolsa adentro, a
resguardo de la lluvia, e intrigado seguí un caminito de caracoles de río que
habían dejado rumbo al aserradero. Con la lámpara en mi mano llegué hasta donde
se apreciaba el último caracol; allí se hallaba una pala con su filo clavado en
la tierra fangosa y sobre ésta, una cruz consistente en dos ramas anudadas. Las
quité bruscamente, dejé la luz a un costado y febrilmente tomé la pala entre
mis manos temblorosas. Cavé como un poseso, chapoteaba como un loco, intuitivo
y desesperado: me temía lo peor. Mis ilusiones de volver a ver a mi madre se
caían a pedazos, eran barridas por mis lágrimas y un gemido sordo me surcaba la
garganta en áspera pena. Al cabo de pocos minutos había abierto un hoyo de
dimensiones considerables; estupefacto observé un cadáver que asomaba entre los
terrones rojizos, lavados a intervalos por la intensa lluvia. Una voz a mis
espaldas me asustó dejándome envarado:
"¡He vuelto!", dijo. "Lo maté porque si no, te habría dado
muerte a vos. Volvió al obraje para eso. Estaba enfurecido y te odiaba porque
no podía ser totalmente suya, si no estabas a mi lado. Lo seguí cuando supe que
regresaba con nefastas intenciones, lo demás lo imaginarás… No pude verte ni
quedarme por entonces; si hallaban el cuerpo me podrían inculpar. No iría presa
por un bruto y desalmado que me tuvo a palos desde que dejamos el monte; un
desgraciado que me obligó a prostituirme para no tener que trabajar y no tenía
ni zapatos que ponerme. El dinero que viste es nuestro, me lo gané vendiendo mi
cuerpo y el poco honor que me quedaba."
Me sacudí el asombro y en medio de la lluvia torrencial, alcé la
lámpara, caminé unos pasos, iluminé su cara y di rienda suelta al niño que
aguardaba por ella dentro de mí. Avancé a zancadas torpes, resbalando, en tanto
que angustiado e incrédulamente feliz, le preguntaba:
"¿Mamá, sos vos? ¡Mamá, mamá!", grité emocionado, abrazándola y
meciéndola entre mis brazos de niño hombre.
"¡Sí, hijo, he vuelto, vamos adentro!", me respondió ella con la voz
menguada por el llanto que arrasaba sus hermosos ojos brunos. "¡Cuando
amaine nos iremos; vos y yo no tenemos nada que hacer acá!...", finalizó
diciendo.
Di un grito salvaje de connotación tan ancestral como el dolor en el mundo y me
reía feliz alumbrado por aquella claridad de los relámpagos. El agua de lluvia
me ensopaba quitándome el lodo y llevándose mi orfandad, mis culpas y todas las
malditas ausencias que poblaron mi existencia al crecer.
María Inés
Un relato que raya a una realidad de cualquier vereda de colonos o a un barrio de invasión. Tierno y doloroso relato. Gracias.
ResponderEliminar¡Hola, Nauro!... ¡Gracias por tu visita! Un abrazo para ti.
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